martes, 19 de febrero de 2013

Hasta mi madre es republicana


Mi madre es una mujer de esas que casi nunca quiere dar su opinión ya que no desea molestar a nadie. Se guardaba siempre sus convicciones, aunque demuestra ser una luchadora de la clase obrera sin faltar a una manifestación que trate de solucionar el futuro de quienes la rodean. Era de esas personas que siempre pensó que el mundo era así porque no hay otro. Nació dentro de una dictadura y creyó que la vida había sido así hasta que Franco se quedó sin respiración (ni siquiera la artificial). Luego le vino una transición que acabó deparando en una monarquía parlamentaria. Era de esas personas que pensaban que todo era sota, caballo y rey, donde los peones tenían que ser siempre esas fichas dentro de una sociedad de castas, aunque si les dabas estudios podían ascender en la escala de fichas del ajedrez pero sin llegar a ser las dos más importantes.

Juanita guardaba (y creo que todavía atesora como oro en paño) revistas de la época con el nacimiento del heredero al trono, las bodas de las infantas y los vástagos de todos ellos. Quizá lo tiene olvidado, porque si en estos momentos se acordase de ello, posiblemente las utilizase para poner en el fondo de la jaula de sus periquitos, y así estos hiciesen sus necesidades. Y es que la manera de pensar y los ideales de una persona pueden quedar truncados, no sólo con el paso del tiempo, sino también por los hechos que se van aconteciendo.

Desde hace unos meses se vienen aconteciendo una serie de noticias en torno a la familia real de los que todos tenemos conocimiento. Desde las peripecias del que quiere que le llamen Lipe, aunque todos lo conocemos como Froilán, con un arma de fuego, pasando por las aventuras africanas del patriarca con unos elefantes y esa mujer de apellido impronunciable, hasta los chanchullos del ex jugador de balonmano (que desde que se puso el acopio de corona demostró que no era el yerno que todas las mujeres querían para sus hijas), sin olvidarnos de la hija mayor del monarca y las empresas que montó, las cuales una tras otra se fueron desmoronando como un castillo de naipes franceses (o de Heraclio Fournier, aunque de vitorianos tienen más bien poco).



Cada una de estas tropelías (por llamarlas de algún modo) fueron quedando marcadas en la mente de los ciudadanos, aunque en ocasiones algunos fanáticos de estos señores se encargaban de recordarnos lo campechanos que son y lo importante que fueron algunos de ellos durante la transición o incluso del 23-F. Pero eso, aunque agradecidos por sus acciones, ya son pasado. Desde entonces parece, yo no sé si por los años, porque a todos nos pasan en balde, la comodidad se han convertido en el caviar de ellos de cada día: esquí por aquí, leer el teleprompter una vez al año por allá, vestirse de militar y mantenerse erguido durante unas horas mientras desfilan militares y tanques otro día al año, de pascua en ramos mandar callar a un mandatario, etcétera sin darse cuenta (o sin querer que se diese cuenta el populacho) de otros actos delictivos de los que parece ser que eran conscientes.

Esto último ha sido la gota que ha colmado el vaso de una sociedad indignada que ve como el que roba una barra de pan para alimentarse tiene que pasar unas noches en el calabozo, mientras que el que roba cantidades elevadas de dinero es ensalzado y se le defiende con frases tales como “fue un descuido”. Este país ha sufrido en los últimos años un incremento de desempleos, desahucios, encarecimiento de la vida, recortes por arriba y por abajo, entre otras cosas, mientas que otros que, por ser quien son, siguen viviendo como auténticos reyes, nunca mejor dicho.

Por eso, personas como mi madre se han dado cuenta que las cosas no tienen que ser como vienen dadas, sino que lo bueno sería que se produjesen giros y cambios justos; pero ya sabemos que la justicia es ciega para lo que le da la gana y siempre favorece a los que tienen la sartén por el mango. Mi madre me decía: “yo no sé lo que es ser republicano, pero si hay que serlo para que se haga justicia con estos ladrones, se es”. Como mi madre creo que hay mucha gente que opina igual. ¿Hasta cuándo se estarán riendo del pueblo aquellos que al final de los cuentos eran felices y comían perdices? Mi sueño, como el de tantos otros, es que acaben con sus huesos en aquellos calabozos en los que pernoctan esos pobres diablos que sencillamente roban para dar de comer a sus hijos, ya que no tienen otra fuente de ingresos que no sea el hurto.

martes, 5 de febrero de 2013

Mi amigo el perrete


Desde el pasado uno de mayo en mi casa somos uno más, algo por lo que no me arrepiento en absoluto, es más, me ha llenado ese vacío que tenía. Semanas antes no atravesaba por uno de mis mejores momentos, y fue entonces, cuando un amigo me descubrió un mundo del que todos hemos oído hablar pero en el que nunca nos habíamos parado a pensar antes. Aquel día de abril, Javi me llevó a conocer el albergue de perros situado en Serín. Decenas de canes aullaban de manera desesperada. Ladridos tristes que indicaban la soledad y la pena que vivían (y viven) muchos de sus residentes.
Recuerdo que en mi primer paseo saqué a dos perretes llenos de energía. Seguro que llevaban semanas enclaustrados en su celda sin poder oler ningún arbusto. Apenas disfrutaron del paseo. Tiraban y tiraban de las correas sin pararse a olisquear. Únicamente hacían paradas en seco para hacer sus necesidades y rápidamente volvían a caminar con prisa cual autómata que tiene marcado en su mente el recorrido que debe hacer. Yo no me daba cuenta de su situación. Creía que lo estaban pasando bien, pero el único que me divertía era yo haciendo una labor humanitaria, o más bien “animalaria”.
Dejamos a aquellos animales en su cubículo y nos dirigimos a otro. Allí había una perra moteada bastante enérgica y un mestizo de pastor alemán. Abrimos la verja y la perra salió disparada, mientras que su compañero se quedó sentado en el interior de manera apática y atento a nuestras caras. Al ver que el pobre perrete se quedaba en el interior sin gesticular decidí invitarle a salir. Su reacción no se hizo esperar. De un salto se plantó en mis brazos. Me quedé quieto del asombro. Con mucho cuidado lo posé en el suelo, y sin hacer desprecios, el perrete permitió sin ademanes que le pusiese la correa. Nada más verlo me di cuenta que ese animal había sufrido mucho. Una de sus orejas tenía un corte, y cerca de uno de sus ojos tenía una pequeña cicatriz circular.
El paseo fue peculiar. El animal iba a mi paso. Si me paraba, él hacía lo propio. Si cambiaba de dirección, el seguí a mi rumbo sin dar ningún tipo de tirón. Si le miraba, el me devolvía el gesto con miedo… Ante mí tenía un perro institucionalizado cual personaje de “Cadena Perpetua”. Rememoro que a mi amigo le decía en un principio `mira que perro más bueno’ pero minuto a minuto cambié de frase y le dije `este perro está institucionalizado’. Es más, cuando le devolvimos a su celda el perro ni titubeó al entrar. Incluso se sentó esperando que le soltásemos para que fuese a pegar un trago de agua.
A la semana siguiente volví a Serín con la idea de sacar más perros de paseo entre los eucaliptos. Tras caminar con varios de ellos, me acerqué a una de las voluntarias y le pregunté por el “amigo institucionalizado”. La chica sonrió y me dijo `ese es Peque, pero ahora está solo. Sorda (su compañera) marchó a Holanda (país que por suerte no tiene esta triste costumbre del abandono de animales y que incluso adopta muchos en la Península).´ Le pregunté si podía ir a verlo e incluso meterme dentro con él en su habitáculo, a lo que no me puso ninguna pega. Era la segunda vez que veía a Peque, y aquel día estaba más triste. Estaba completamente solo y eso no lo podía tolerar, ya que por él no solo sentía ya cariño.
Volví más veces a Serín, con lo idea de querer llevármelo a casa, pero antes tenía que comprobar si él realmente me quería como su compañero de piso (odio el modo en el que la gente califica que es dueña de un animal). Incluso renuncié a mi hora de comer en el trabajo con el fin de sacarlo a dar un paseo por el monte.
Después de uno de esos paseos, yo dejé a Peque en su habitáculo. Tras quitarle la correa se puso a dos patas y con las delanteras me abrazó por la cintura y acercó su cabeza a mi tripa. En ese momento, se acercó una de las cuidadoras y me dijo `si te hace eso Peque es que te quiere’. Cerré su celda y automáticamente me dirigí a la sala de la encargada. Le dije que me quería llevar a Peque, que quería adoptarlo. Me hicieron un pequeño examen para comprobar si yo era una persona apta para estar conviviendo con un perro (cuestionario que veo lógico ya que un ser vivo no puede estar con cualquier persona) y tras varios días de espera (requería del visto bueno del veterinario)  ya pude recoger al que ahora es uno de mis mejores amigos.


Sus primeros días fueron duros. Tenía que aclimatarse a otro tipo de vida lejos de la tranquilidad del monte y con un continuo mundo lleno de ruidos como es la ciudad. Peque tenía diez años cuando salió de Serín, y pasó en el albergue siete largos años de su vida. Y aunque todavía se asusta con el ruido de las persianas, por lo menos he conseguido que sea feliz y haya dejado de estar institucionalizado.

Desde aquí, animo a la gente a que si quiere un perro o un gato a que lo adopte en lugar de gastar cuantiosas cantidades en criaderos o tiendas de animales. Existen muchos que necesitan cariño en perreras y albergues. Pero a lo que más animo es que nadie en la vida se atreva a abandonar un animal. Ellos tienen sentimientos y ellos son los que mejor nos entienden. Aunque seamos razas distintas, no hay que olvidar que el hombre viene del Reino Animal.