El domingo doce de mayo fue un día muy, muy duro.
Mientras desayunaba, a eso de las nueve de la mañana, leía impactado la muerte
del gran Constantino Romero. Se me hizo un nudo en el estómago al mismo tiempo
que las lágrimas surcaban mis mejillas. Constantino Romero era uno de mis
últimos ídolos de mi infancia y comprobaba, una vez más, que los buenos
abandonan antes el mundo material, como le ocurrió en su día a otro de los
grandes, George Harrison.
Un manchego de pro como la copa de un pino, a la vez que
catalán de adopción era, es y será uno de los ejemplos que tuve desde niño.
Locutor, actor, presentador y, sobretodo, actor de doblaje, que me marcó una
infancia en los ochenta en la que, a mis padres les dije desde bien pronto, que
yo quería estudiar locución y doblaje. Mis padres, como tantos otros, no son
gente acaudalada que se pueda permitir el lujo de enviar a sus hijos a estudiar
a otra comunidad autónoma, y por ello, tras cumplir un pacto (estudiar una
licenciatura y el curso de aptitud pedagógica) me marché a Madrid hace nueve
años a cumplir uno de mis sueños: ser un 0,1% de Constantino Romero.
Un servidor obtuvo la titulación en esos estudios, y como
alma que se lleva el diablo, retorné a mi patria querida con el rabo entre las
patas tras comprobar que el mundo del doblaje no era como yo esperaba. Pero ese
Fernando ya no era el mismo que había salido de Asturias en 2004. No sólo por
los veinte kilos de peso que perdí por el camino, ni tampoco por todas las
experiencias que te enseña la vida, sino porque también había cumplido el
objetivo marcado desde aquellos tiempos en los que disfrutaba viendo una
película de Harry Callahan, soñando con Darth Vader, riendo con la actitud
bennyhillesca del 007 encarnado por Roger Moore o, simplemente, aprendiendo los
domingos por la tarde con “El tiempo es oro”.
Es más. Es tal mi devoción por él que hace ya bastantes
años tuve una tortuga de Florida a la que llamé Constantino, un galápago
socarrón que estuvo entre nosotros unos diez años hasta que la artrosis le
apartó de la vida.
Gracias a mi admiración por Constantino “El Grande”
Romero he llegado a donde estoy, y soy lo que soy. No sólo logré poner mi voz a
películas documentales y anuncios tanto de radio como de televisión, sino que
trabajo con mi voz, aunque la mía no tenga ni la energía ni la calidez del
hombre que le cedió la suya a aquel pérfido replicante de “Blade Runner”.
Recuerdo, hace años, una entrevista que le hicieron a
Clint Eastwood, en la que el actor, quizá uno de los mejores de la vieja
escuela, admitía haberle sorprendido la voz que utilizaban en el doblaje
español. Creo que decía algo así como “le pone más voz de tipo duro que yo a
mis personajes”. No sé si Clint y Constantino se vieron las caras finalmente…
Hace seis meses, el magistral doblador anunciaba su
jubilación. Muchos pensaban que el señor Eastwood se iba a ir antes por eso de
la edad, pero con sesenta y cinco años se adelantó al que dieron a conocer como
“La Voz del doblaje español”. Días después de retirarse, Constantino ingresó en
la UVI, algo que sabían muy pocos y que se dio a conocer tras su fallecimiento.
Desde la cama del hospital siguió demostrando que estaba al pie del cañón,
demostrando, en las redes sociales, su desacuerdo con las políticas llevadas a
cabo tanto a nivel estatal, como las que se realizaban en su Castilla La
Mancha. Muchos le veíamos como el azote de Cospedal. Y lo que son las cosas,
hace unas semanas soñé que conocía a Constantino Romero y a Pablo Carbonell, y
nos íbamos a hacer unos escraches a las casas de la presidenta de la comunidad
manchega y del ministro Wert…
Siempre quise conocer en persona a Constantino Romero
para agradecerle todo lo que le debo, aunque él ya lo sabe. Hace un par de
semanas le dejé un mensaje de ciento y pico caracteres en una red social. Yo
quiero pensar que lo leyó.
Gracias, Mufasa, por habernos hecho disfrutar. Y tal y
como dije el domingo en antena, una persona no muere, nos queda su recuerdo y
su legado y ahí es cuando uno se convierte en inmortal…